miércoles, 22 de agosto de 2012

Reflexiones post-Leyenderas: Obús, Saratoga, Barthes, Bukowski y el poder de los medios.


El Leyendas del Rock es más que un festival de música. Es un lugar el que siempre aprendo cosas nuevas, una especie de intensivo de pequeños y menos pequeños sucesos que me incitan a la reflexión. Y hoy toca hacerlo sobre palabras, gestos y actitudes.

Una y otra vez descubro que las palabras tienen más interpretaciones que las que una, como autora, les da, y una y otra vez parezco olvidarlo. Que las palabras tienen vida propia me parece un hecho comprobado: una vez plasmadas en papel, o en pantalla, y dejadas en libertad, pierden el sentido original que una les da y adoptan el sentido que el lector quiera darles. ¿Será por eso que Barthes anunció aquello de “la muerte del autor es el nacimiento del lector”? Esta distorsión del sentido original de las palabras es algo que puede intentar evitarse, —lo que, por suerte, ¿o por desgracia?, en raras ocasiones se consigue— o, al menos, minimizarse. Pero para ello es necesario entonces controlar eso que nos sale de las tripas, por citar a Bukowski, y entonces, como escritora, sientes que te traicionas a ti misma. Ahí está el dilema.

Un autor escribe, o debería escribir, para sí mismo, y en eso, creo, radica la autenticidad de lo escrito. Redactar un texto que se supone creativo (es decir, no por encargo) dictado por el qué dirán, por criterios comerciales o esperando grandes oes y aes de admiración es traicionar el espíritu creador. Lo primero es crear la obra tal como te sale de las tripas, y después, si es buena, ya se publicará, exhibirá o escuchará, y con suerte, mucha, muchísima suerte, se venderá y, quizás, nos permitirá vivir de ella. Un autor, qué duda cabe, escribe para que le lean, igual que a un pintor le gusta que se muestren sus obras, o a un músico que se escuche su trabajo, pero eso no significa que los artistas debamos convertirnos en mercenarios que se venden a quien nos hace el favor de leer, mirar o escuchar nuestra obra. Aunque este tipo de mercenarios abunden en todos los ámbitos artísticos.

Ahora bien, en determinadas circunstancias y contextos es necesario, al menos en el caso de quienes escribimos, cuidar y poner atención al modo en el que transmitimos nuestras opiniones y pensamientos, es decir, controlar en cierto modo eso que nos sale de las tripas al escribir, e intentar hacerlo sin traicionarte a ti misma, encontrando el punto intermedio entre la creación pura y el mercenarismo. Y eso es lo que, lamentablemente, no he hecho en la crónica que escribí hace unos días sobre el Leyendas del Rock de este año. Quizá fuera el cansancio de un muy intenso fin de semana, quizá fuera el excesivo calor que azotaba mi estudio, el caso es que la última revisión no fue todo lo cuidadosa que debiera y conseguí que un párrafo, más que los otros, se prestara a una interpretación equivocada.

Una amiga mía catalana, muy admiradora de Obús y de Saratoga, me recriminó ayer lo que había escrito en mi crónica del Leyendas sobre ambos grupos: apenas nada sobre los segundos y lo que a ella le parecía muy negativo sobre los primeros. En lo que respecta a Saratoga, "apenas nada", estoy de acuerdo, pero ese apenas son todo alabanzas. En cuanto al primer grupo, tengo que darle, en parte, la razón a mi amiga. La interpretación que se le puede dar a ese párrafo dedicado a Obús, y que de hecho se le ha dado (si lo ha hecho mi amiga, ¿cuánta más gente no lo habrá hecho?), puede ser muy negativa. Por dos razones, la primera por los párrafos que rodean al que trata sobre Obús: como me dijo mi amiga, “parece que el festival se acabara con Banzai”; las comparaciones son inevitables, y de ellas pueden inferirse conclusiones que no tienen en absoluto nada que ver con mis opiniones. Y la segunda, no por lo que se dice, puesto que no hay nada explícitamente negativo —y no lo hay porque no pienso nada negativo de la interpretación de Obús en el Leyendas, todo lo contrario— sino, precisamente, por lo que no se dice. No se dice, no digo, que la actuación de Obús estuvo genial, como siempre, y que estuvieron sensacionales hasta que se vieron obligados a cortar su actuación. Supongo que di por sentado que se entendería. Craso error el mío. Olvidé que lo que no se escribe no puede leerse, y que los lectores no tienen poder de adivinación. Y olvidé matizar mis opiniones sobre el decorado. Inconscientemente di por sentado que todo el mundo sabe quien soy yo y lo que pienso. ¡Ah! ¡La soberbia humana, esa arrogancia que de vez en cuando a todos nos asoma! Porque, ¿quién soy yo?

Soy una que se pone plumas en el pelo cuando se viste para matar, soy la que ve arcángeles y dioses del metal en el escenario del Leyendas, soy aquella a la que le invade una curiosidad malsana por descubrir qué secretos se esconden tras el escenario, y a quien cada nueva experiencia le produce la misma sensación que perder la virginidad, y soy alguien, sobre todo, que ha tenido una suerte inmensa, la de que un medio, MariskalRock.com, me haya ofrecido el espacio en el que publicar mi visión de un festival, y mi opinión sobre lo que en dicho festival aconteció —visión y opinión mías y de nadie más— sin más restricciones y limitaciones que las lógicas en un medio de comunicación, la del espacio (generoso, como puede apreciarse) y el tiempo. Mis opiniones personales son sólo eso, opiniones, y no espero ni que sean compartidas ni, sobre todo, que sienten cátedra. Ahora bien, mi amiga cum conciencia me ha recordado algo que, imperdonablemente, en mi soberbia, yo había pasado por alto: que el mero (en realidad de mero, nada) hecho de que se publiquen en un medio prestigioso y del alcance de la web de MariskalRock.com le da, eso es inevitable, otra dimensión a esas sencillas y humildes opiniones mías. Y eso me ha dado miedo. Es el poder de los medios.